La maternidad te parte el cuerpo. Eso es evidente para cualquiera porque lo fisiológico se mira desde una lente “objetiva”, validada por la ciencia. Pero cuando esa fractura ocurre en la mente —en ese espacio donde se mezclan emociones, deseos, agotamientos y contradicciones— la reacción social suele ser la sospecha, el juicio o la incredulidad. Sobre todo cuando desafía el imaginario cultural del “instinto materno”: esa narrativa que dicta que las mujeres deben anteponer el cuidado de su criatura apenas salen del parto y, de ahí en adelante, de manera automática y sin fisuras.
Narrar lo que no queremos ver
La escritora argentina Ariana Harwicz aborda esta incomodidad en su novela Mátate, amor, una obra breve pero visceral que en 2025 llegó al cine bajo la dirección de Lynne Ramsay y con producción, entre otros, de Martin Scorsese. La adaptación, titulada Die My Love, se sumerge con la misma crudeza en el desborde emocional de una mujer que no encaja en el molde de la buena madre.

Ramsay, cuya filmografía es corta pero de una fuerza autoral inconfundible, ya había explorado la maternidad como un espacio de tensión con We Need to Talk About Kevin (2011). Ambas películas dialogan entre sí: desmontan el mito de la maternidad perfecta, interrogan el deseo de no desear, y muestran que detrás de cada mandato social hay un cuerpo y una mente intentando sostenerse como pueden. También comparten algo más: incomodan. No solo de ver, sino de nombrar. Nos obligan a enfrentar aquello que el ideal materno ha querido ocultar por décadas.
La maternidad desbordada
En Mátate, amor, la protagonista —interpretada por Jennifer Lawrence— transita el caos posterior al nacimiento de su primer hijo. No me atrevo a decir que es depresión posparto, porque no es un diagnóstico y porque nombrarlo así suele ser una respuesta reduccionista. Pero sí es una mujer emocionalmente sobrepasada, al límite, tratando de habitar un cuerpo que no reconoce y un deseo que la desborda.

La traducción audiovisual de ese colapso es potente: una casa casi inhabitable, invadida por insectos zumbantes, suciedad, objetos tirados, gritos, música estridente. Ramsay insiste en la repetición de momentos de ruptura, como si la protagonista viviera ciclos de “locura” que nunca terminan de resolverse. El resultado es un clima sensorial que transmite la asfixia interna de la historia original.
Deseo, culpa y aislamiento
La protagonista tampoco encuentra refugio en su entorno. Las otras mujeres la miran con condescendencia, la juzgan por no ajustarse al guión materno “correcto” y, en ese juicio silencioso, la aíslan. En la soledad, su deseo sexual —que su marido no comparte— se vuelve una fuerza imposible de ignorar. La película subraya cómo la dimensión sexual femenina se desplaza a un segundo plano cuando la maternidad aparece: ser madre parece cancelar cualquier otra dimensión del amplio espectro del ser mujer.
Uno de los aciertos de la película es que ningún personaje es una víctima perfecta. Ramsay evita el maniqueísmo. El marido, interpretado por Robert Pattinson, está confundido, agotado, incluso torpe, pero no es un villano. Intenta sostener, contener, y también sobrevive como puede a la marea emocional que atraviesa su pareja.

La suegra, Sissy Spacek, aporta uno de los gestos más interesantes: desde la soledad que implica ser una mujer vieja —otra experiencia femenina subrepresentada en la ficción e invisibilizada en la vida social— ofrece escucha, aunque sea imperfecta, a la nueva madre.
La película llegó a México gracias a Mubi y se encuentra también en algunas salas de cine. Si la ves, cuéntanos qué te pareció.
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