Algunas de las memorias que tengo con la cabellera en mi etapa infantil incluyen unas trenzas largas hechas por mi abuelita, Luz. Me las amarraba con un listón y a veces con tiritas de sábanas, improvisando un lazo; también el cabello corto, corto, tras advertencias de que me peinara o lo cortarían. Lo odiaba, me hacía sentir como un personaje de cuento medieval. Y aquella vez que me peiné en el auto, con la ventana abajo y el cepillo se enredó de camino a una fiesta. Estaba segura que mi mamá sacaría las tijeras en cualquier momento.

Mi pelo, mis facetas
Unas fotos evidencian que desde que tengo seis años, mi estilo ha sido cabello largo y fleco. Son tan pocas las veces que me lo he cortado que puedo contarlas con los dedos de una mano y todas son memorables: cuando salí de la universidad, intentando cerrar ciclos y porque Victoria Beckham impuso su bob. La otra fue cuando doné mis trenzas con la filosofía de la película 500 days of Summer: “desde la ruptura del matrimonio de sus padres sólo amaba dos cosas. La primera era su largo cabello negro, la segunda, lo fácil que era cortarlo sin sentir nada”.
Ahora mi cabello sigue largo y no falta quien me pregunte cuántos años me llevó crecerlo; lo que ven ahora es un apego post Covid. Me dio cuando apenas empezaban las vacunas y al bañarme o cepillarlo llenaba casi medio piso del baño con mi cabello. Pude hacerme una cobija con él. Leí que por esta enfermedad se aceleran las fases de la caída del cabello, pero que es reversible.
Estos episodios y mi desinterés actual por hacerme un corte, por más mínimo que sea, me llevó a cuestionarme si mi cabello me define. Si la mayor referencia que existe de mí es la cabellera, si decido trasquilarlo, ¿alguien dudaría de mi salud emocional? Pasó con Britney, ¿se acuerdan? Esto sin considerar que no tengo idea de cuánto cuesta un corte en tiempos modernos. Lo último que recuerdo fue haber pagado unos 200 pesos.


Pelazo mío
Lo cierto es que, quiero mucho a mi cabello, muy a pesar de que siga funcionando como mi termostato y a veces me acalore más que cualquier prenda. Aunque nos amamos más cuando hace frío. Suena algo irracional que a veces estemos tan desapegados al cuerpo o a una de sus partes, en especial porque somos un todo: nuestro templo.
Ahora que mi cabello y yo estamos en una etapa de la vida en la que comienzan a notarse canas, en la que no falta quien me cuestiona si lo pintaré o no, que tener canas refleja a una mujer descuidada; en la que yo solo quiero decirle que no se vaya, que crezca blanquezco como el mechón de Tongolele anhelado. En que quiero vivir para verlo largo y plateado sin necesidad de decoloración. Una etapa en la que ya entendí que todo lo que como, el jabón que uso, cómo lo amarro, el cepillado y hasta mi estado de ánimo, todo se puede ver reflejado en su brillo y fortaleza. Estoy ya en ese punto de cuestionarme nuevamente si el cabello fue mi relación más duradera o una definición de lo que soy.
Ya estaré explorando por aquí más sobre ese acercamiento capilar que tenemos todes; en distintas culturas, en expresiones artísticas, en la salud e incluso en la literatura. El cabello es una galaxia dentro de este inmenso universo.